jueves, 28 de enero de 2010

¡Me luele el coco!

Esta es la frase con la que Eva, de 18 meses, derpertó a su madre a las 2 de la madrugada. Evidentemente iba acompañada de llanto y,  por tanto, preocupó muchísimo a su mamá. Tanto, que ella y el papá tardaron 15 minutos en estar en urgencias de mi hospital. Y allí estaba yo, con  unos padres muy preocupados y una pequeña que no tenía fiebre, ni ninguna otra sintomatología (sólo un poquito de moco como la mayoría de los niños en esta época). Tras una  exploración física rigurosamente normal, empecé a preguntarme si realmente Eva sabía lo que era el coco. La mamá entendió que era la cabeza, pero la niña no se señalaba nada y era tan pequeña que era posible que no la estuviéramos entendiendo.
Esto es bastante frecuente en la consulta de pediatría. A veces me gusta comparar nuestra labor con la de los veterianarios, salvando las distancias claro, ya que nuestros pacientes con frecuencia no hablan y hay que intuir lo que les pasa.
Por suerte, Eva no tenía nada importante, tras explicarles que su hija no tenía ningún signo de enfermedad en esos momentos los papás se la llevaron a casa mucho más tranquilos, o al menos eso creí yo.

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